El viernes hice una entrevista de trabajo de la que salí llorando. Era en la otra punta de Madrid, y estaba tan nerviosa que decidí volver a casa caminando. Durante todo el recorrido no pude parar de llorar. Lloré durante horas, lloré desconsoladamente.
Llegué a la entrevista con toda mi ilusión, pero en seguida me di cuenta de que yo no era en absoluto lo que andaban buscando: alguien más mayor, para un cargo estrictamente empresarial, de hacer balances, estudios de empresa, y a la persona que me estaba entrevistando le comenté la situación. Entonces, en lugar de, educadamente, dar por terminada la entrevista, este hombre, mucho más mayor que yo, de unos 70 años, decidió no darse por aludido y alargar la situación. Me dijo que yo no iba a ser capaz de tomarme en serio semejante responsabilidad, que no había mirado mi currículum, pero ahora que lo hacía, entendía que yo buscase un trabajo más estable, pero que no iba a ser a costa de ellos, y cuando yo conseguí hacerme oír en mitad de su monólogo, no sé qué entendió, pero lo que yo dije, que ni siquiera recuerdo, desencadenó una risa irónica por su parte, que duró más de un minuto.
Cuando por fin, después de hora y media de no conseguir hacerme escuchar, ya que no paré de intentar decirle que yo ya sabía que no pintaba nada allí, por fin salí. Y después de un fin de semana sin comprender por qué lloré tanto, ahora lo sé.
Lloré porque me trataron mal. Lloré porque ese señor dudó de mi capacidad de trabajo. Lloré porque fue todo muy injusto. Pero sobre todo, lloré por impotencia. Porque conseguí, sin casi hablar, y sin saber por qué, sacar a una persona de quicio.